Obviamente, el masoquismo es previo a Sacher-Masoch. Aun así, será su escenificación moderna, y la aplicación a una idea concreta del amor, aquello que lo vincule a nosotros con el severo prestigio de la clínica. La Venus de las pieles no es, pues, sólo un fetiche amoroso. Es, principalmente, un fetiche cultural, que encierra una precisa idea de la Antigüedad pagana. Esa misma imagen, la de la escultura amada que cobra vida inesperadamente, la hemos visto ya en el Pigmalión de Ovidio, en la Arria Marcela de Gautier, en las Leyendas de Bécquer, en La Gradiva de Jensen, novela a la que Freud dedicará un magnífico estudio. También la habremos visto, con otro sentido, en el convidado de piedra del Don Juan de Tirso y en el misterioso Pinocho de Carlo Collodi. Deleuze señala que Sacher-Masoch, al tiempo que sexualiza la Historia, historifica y objetiva el sexo. Se trata, en cualquier caso, de una Historia de la sexualidad en la que la Antigüedad figura como un ápice de carnalidad, como el triunfo de un amor voraz e irresponsable, que luego quedará sepulto por diecinueve siglos de cristianismo. Vale decir, por casi dos milenios de culpa. Para el Romanticismo, pues, La Venus de las pieles representa una imposibilidad en acto: el deseo de recuperar un esplendor sanguíneo (el esplendor enérgico y salubre que el el XVIII y el XIX imaginaron como característico del mundo antiguo), y la culpa por convocar unos dioses, unos apetitos, unas costumbres, que ya no se corresponden, que nunca se han correspondido con los nuestros. Este círculo irresoluble -el círculo del ideal, la rueda de los sueños- se expresa con claridad en Los dioses en el exilio de Heinrich Heine. Sacher-Masoch, ayudado de su masoquismo, lo hará con una dramática oposición de fuerzas: Savarin, su protagonista, ama a una diosa tiránica y cruel, réplica viva de una Venus de Tiziano. Si la diosa lo ama, Savarin se sumirá en la angustia y el remordimiento, como secular heredero del cristianismo; si lo rechaza y lo humilla, se abismará en el éxtasis y el infortunio, como émulo imperfecto de los paganos. Esta duplicidad se expresa, como sabemos, con una inusitada violencia física. Ambas facetas vienen unidas, en cualquier caso, por el amor. Un amor arqueológico, que procede del ayer y se despliega sobre el siglo con una fresca y marmórea inconsecuencia. Ese despliegue se dará, con la mayor exactitud, a un tiempo cierta e inaprehensible, en el intersticio donde medran y se confunden, sin tocarse jamás, la vida con el arte.
Un instersticio, además, que viene representado por las pieles que cubren a la diosa. ¿Cuál es el significado de esas pieles? ¿Por qué esa Venus viene envuelta, ofrecida, expuesta, en un abrigo de marta cibelina? Al comienzo de la novela, el propio Sacher-Masoch lo aclara: la Antigüedad pagana, sus viejos dioses lúbricos, tienen frío entre los hombres del norte anodino, cerebral y contrito del Ochocientos. No es extraño, por tanto, que el XIX quisiera vivir fuera de su siglo (“Anywere out of the world”, escribirá Baudelaire siguiendo a Poe). Esa nueva morada, ese refugio último, fantasmagórico y nocturno, no fue otro que el arte. Un arte donde lo exótico, lo antiguo, lo lejano, fueron vago sinónimo de la pureza.